Estar cerca de los cincuenta años implica empezar a ver que los padres de tus amigos –si no los tuyos- empiezan a dejarnos. Es ley de vida. Estos días uno de mis amigos está en ese trance. Desde hace unas pocas semanas su padre tiene una complicada enfermedad que va haciendo que se apague… y ya es sólo cuestión de días. Todos son conscientes, él también, de lo que se acerca. Comimos juntos y hablamos. Me sorprendió la entereza y tranquilidad con la que está afrontando el asunto.
Siempre hemos dicho que la felicidad no está en el final del camino, sino en el camino mismo; porque el final del camino es justamente el final de la vida. No podemos postergar nuestra felicidad a ese momento, porque en ese momento, todo habrá terminado.
Debemos atrevernos a vivir cada día, por duro que sea. Incluso -¿por qué no?- atrevernos a sentir el dolor cuando llega. No creo que necesariamente uno tenga que dejar de ser feliz cuando le sucede algo triste o doloroso. Se puede estar triste sin ser infeliz, que es algo bien diferente.
La felicidad tiene mucho que ver con la serenidad que se siente cuando uno tiene la certeza de estar en el camino correcto, avanzando en la dirección elegida. La felicidad no está vinculada con el pasarlo bien, ni con el reír, bailar o cantar, sino con ser capaz de disfrutar de cada nota mientras cantas.
¡Que siga sonando la música!