Este pasado sábado hice, un año más, la primera Javierada (60 kms a pie por caminos y montañas desde Pamplona hasta el Castillo de Javier) para pedirle al Santo por un montón de cosas mías y tuyas. También por la paz, que claramente no vive sus mejores momentos.
En total fuimos 10 amigos, y entre ellos un Teniente Coronel del ejército, que nos marcó el ritmo durante toda la peregrinación pulverizando los tiempos de años anteriores. Nos habló de Ucrania y de Rusia, y también de su experiencia en algunas misiones de paz en las que había participado.
Nos contó que en el ejército se suele narrar esta historia: En medio del combate un soldado vio como uno de sus mejores amigos caía herido. Atrapado en la trinchera y con las balas silbando sobre su cabeza el soldado se acercó al teniente y le pidió permiso para salir a buscar a su amigo. El teniente le dijo: “Permiso concedido, pero no creo que merezca la pena. Su amigo estará ya muerto y con el fuego de ahí fuera, puede que usted acabe igual”.
El soldado saltó de la trinchera, y llegó hasta su amigo, se lo cargó a los hombros y volvió a refugiarse en la trinchera. Una vez allí, el teniente le dijo: “Ve, está muerto. No merecía la pena. Se lo advertí. Y además ahora usted también está herido”. El soldado le contestó: “A pesar de todo, mereció la pena. Cuando llegué hasta él, aún estaba vivo, y tuve la satisfacción de oírle decir: ‘sabía que vendrías’”.
Cuando la vida se pone cuesta arriba –y últimamente se pone demasiadas veces- tenemos deseos de abandonar. Hacemos un esfuerzo ímprobo, y cuando ya pensamos que no podemos más, dejamos de caminar sin darnos cuenta que sólo falta un puñado de pasos para llegar a la meta. Eso ocurre con nuestros proyectos profesionales, con nuestros objetivos, pero también en nuestras relaciones personales. Pensamos que ya hacemos mucho por los demás, y no nos damos cuenta que ese último paso, ese último detalle, es el que merece la pena. En ese último paso está la diferencia.
¡No dejes de darlo!