El viernes pasado volví a casa en un coche de alquiler. Tras devolverlo en la agencia, como no hacía mucho frío y estaba algo embotado del largo viaje decidí regresar a mi domicilio caminando. En una glorieta, junto al casco antiguo de la ciudad, una mujer que iba en bici –quizá demasiado rápido- tropezó con un bordillo y salió despedida por encima del manillar cayendo de bruces contra el suelo. La bicicleta, por su lado, acabó estrellándose contra un banco y del golpe se dobló su rueda delantera.
Era ya tarde y la calle estaba vacía así que corrí a ayudarla. Se levantó rápidamente del suelo y me dijo que estaba bien y que no tenía nada, sólo el susto. Sin embargo, las rodillas de su pantalón estaban rotas y sangraba bastante por la frente. Insistí varias veces en llamar a emergencias, o en acompañarla a un centro sanitario, pero ella se empeñó en que estaba bien, que todo aquello era meramente superficial y que volvería andando a su casa.
Candamos la bicicleta en un lugar adecuado y nos despedimos. Cuando separamos nuestros caminos, me quedé pensando que todos aquellos que tenemos abiertos planes de mejora personal no debemos tener vergüenza a la hora de pedir ayuda. Muchas veces no buscar ayuda viene a ser una especie de orgullo tímido y solapado, pero orgullo, que mucha gente confunde con vergüenza: el orgullo de no aceptar un no por respuesta.
Todos en nuestra vida hemos pedido ayuda: a un hermano para que nos enseñara a ir en bici, a un padre para que nos avalara en un préstamo, a un amigo para que nos acompañara en un mal momento, a un maestro para que nos iluminara con su consejo… Pedir ayuda nunca debe darnos vergüenza. Es evidente que no es lo mismo ‘pedir ayuda’ que ‘vivir pidiendo ayuda’; pero a la gente que vive quejándose, esperando todo gratis, se le reconoce desde lejos.
Así que deja el orgullo, pide ayuda, mira al cielo. Seguro que funciona.