A la vuelta de Semana Santa estuve charlando con un amigo que hace poco había cambiado de trabajo. Por lo que me contó, no había acertado con la decisión. Al parecer, había una cierta diferencia entre la realidad, y las ilusiones que él se había hecho y las expectativas que su nuevo jefe le había planteado en las entrevistas. Esto le estaba frustrando.
Este tipo de cosas nos pasan mucho en la vida. Sin darnos cuenta, creamos castillos en el aire que alimentan nuestra desesperanza cuando vemos que la realidad no tiene nada que ver con lo que imaginamos. Hay personas que esto lo llevan mejor (borrón, cuenta nueva y a otra cosa mariposa) y otras que lo llevan mucho peor.
Cuando dejas –por ejemplo- de esperar que tu pareja se ajuste al patrón ideal que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa; cuando dejas de esperar que el proyecto en el que estás embarcado se ajuste al patrón o idea que te has hecho de él, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos escapa en el esfuerzo de ajustarla a nuestras ideas y apetencias.
Ni debemos construirnos falsas esperanzas, ni debemos construirlas a otros. Es un flaco favor. El germen de la desilusión está en la dolorosa fabricación de una ilusión inalcanzable. Ayudar a alguien que pasa por ese trance resulta capital. Es duro hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente encaminados al vacío. Pero no queda otra.
Debemos avisarles que van directos a estrellarse contra un muro porque no es por ahí por donde deben pasar. No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí porque nunca deberíamos haberlos construido.
¿Por qué no coges unos prismáticos esta semana y miras cual es el siguiente muro hacia el que vas directo y con el que te estrellarás si no cambias de dirección en este momento?