Mañana sábado cambian la hora. Si no recuerdo mal esta debería ser la última vez que se cambia. Alguien decidió que deberíamos dejar de hacer estos cambios en primavera y otoño y mantener una hora fija respecto al sol a lo largo de todo el año. Así que perderemos para siempre sesenta minutos de nuestra vida.
Vivimos muy pendientes del tiempo. Hace años como mucho llevábamos un reloj de muñeca. Ahora, además de este, llevamos una banda deportiva que nos mide los pasos, y nos da la hora, un teléfono móvil que nos da la hora, un ordenador que nos da la hora… Muchas de nuestras preocupaciones tienen que ver con la hora: llegar en hora, volver pronto para estar en hora en casa, las horas que pasamos con nuestros hijos, las horas que pasamos trabajando, las horas que le cuesta a un avión cruzar el océano o a un tren unir dos ciudades…
Y muchas veces nos olvidamos de cómo vivimos esas horas. De cómo llegamos a ese minuto en el que nos subimos al avión, en el que movemos la silla de nuestra oficina, en el que metemos la llave en la cerradura de nuestra casa al atardecer. Sumamos o restamos horas sin fijarnos bien en cómo las pasamos.
La Graduate School of Social Work del Boston College descubrió que la sensación de bienestar que tiene un niño que empieza la adolescencia se ve menos afectada por las largas horas que sus padres dedican al trabajo que por el estado de ánimo de aquellos cuando vuelven a casa. A los jóvenes adolescentes les va mejor cuando tienen un progenitor que trabaja hasta altas horas de la noche en un trabajo que le gusta que uno que trabaja menos horas pero vuelve a casa de mal humor.
Por eso, quizá sea bueno que te preguntes con qué ánimo, humor y espíritu empiezas esta próxima hora. No sólo por ti. También por los demás. La vida no es cuestión de cuántas horas, sino de cómo las vivas. Por eso, que nos hurten una, no debería importarnos si sacamos el jugo a las 23 restantes.
¡Feliz Pascua!