La semana pasada pese a todas las restricciones de movilidad no he dejado de viajar. Desde Zaragoza he estado saltando de AVE en AVE entre Madrid y Barcelona porque además de algunas reuniones de consultoría, en Edelweiss Executive Search estábamos cerrando la búsqueda de un directivo para una compañía catalana. El viernes a mediodía, camino de Barcelona coincidí con un oficial del Ejército que había estado dando clase en la Academia General Militar de Zaragoza y volvía a su casa en Barcelona.
Me contó algunas aventuras en las que se vio inmerso cuando estuvo de misión en Afganistán: “Un día me levanté con un dolor de muelas terrible, pero tenía que salir de la base al mando de un convoy que escoltaba un cargamento de gasolina. A menos de cuarenta minutos de la base, en un paso estrecho en el desierto, algo complicado, nos atacaron con fuego de mortero desde unas colinas. Aquello fue el caos: la lluvia de metralla, el polvo que impedía la visibilidad, los disparos, las explosiones, la radio, los compañeros pidiendo ayuda… fue terrible. Durante casi cinco horas estuvimos repeliendo el ataque. Después tuve que hacerme cargo de reorganizar todo el contingente y volver a la base. Allí respiré aliviado al ver que aunque habíamos perdido la gasolina, y algún vehículo, no habíamos perdido a ningún soldado. Volvíamos asustados y magullados, pero vivos. Y encima, sin dolor de muelas”.
Y es que todos hemos experimentado alguna vez que cuando la dedicación a los demás absorbe por completo nuestra atención, los problemas personales pasan a un segundo plano, nos preocupan menos y se resuelven –como aquel dolor de muelas- casi solos.
El hábito de pensar en los demás se va fraguando desde casa. Los cuentos de la noche, las conversaciones en la mesa, los recuerdos compartidos, los comentarios a las noticias… van fraguando la experiencia moral de una persona. Son esos momentos, aparentemente superfluos, los que transmiten la idea de por qué los demás son importantes, de cómo debemos estar con ellos o pensar en ellos. De cómo hablar sin arrogancia, poniéndose en el lugar del otro, por grandes que parezcan sus errores.
Así se aprende a empatizar, a generar confianza, a atreverse a entrar en la vida del otro –con respeto- cuando se percibe que lo está necesitando. Todo esto son ladrillos que construyen relaciones más humanas, desarrollan la amistad y, a veces, pueden incluso aliviar un dolor de muelas.