La semana pasada estuve trabajando con el Comité de Dirección de una empresa familiar. Además de los problemas de gestión típicos de cualquier compañía, en esta se sumaban viejas rencillas entre hermanos y primos que habían ido acumulándose a lo largo de los años y que habían enfangado las relaciones hasta el extremo.
Hablando con uno de ellos le conté que cuando tú te enfadas con otra persona cortas una cuerda que te une a ella. Hasta que no perdones la cuerda permanecerá rota y por tanto estaréis totalmente separados. El día que, arrepentido, pidas perdón, los dos extremos de la cuerda se vuelven a unir y se atan con un nudo que te vuelve a mantener unido a la otra persona.
Pero lo importante es que cuando haces un nudo, la cuerda original queda más corta. Y por tanto te acerca más a la otra persona. El problema en nuestras relaciones con los demás no está tanto en meter la pata, porque seguro que esto ocurre, a veces incluso por descuido, sino en ser capaces de tener la humildad de pedir perdón y recomenzar.
Aunque sólo el perdón verdadero, aquel que implica un darse cuenta del daño realizado, un verbalizarlo ante el ofendido, un poner los medios para no volver a caer en esa ofensa y un reparar el daño de alguna manera, produce ese efecto.
¿Por qué no revisas esta semana cuántas cuerdas tienes rotas por ahí y empiezas a atar nudos?