Posiblemente uno de estos días comiences tus vacaciones. Aunque yo aún tengo algo de trabajo pendiente, el blog las comienza hoy hasta principios de septiembre. Quizá por eso esta entrada sea más larga que de costumbre. A la vuelta de la esquina, para unos y otros, esperan playas, montañas, libros, películas, buenos ratos con la familia y con amigos… Todo ello, sin duda, necesario para poder afrontar con fuerza y energía el próximo curso.
Dos amigos alpinistas se marcaron el objetivo de subir el Everest. Durante mucho tiempo estuvieron estudiando a fondo la montaña: sus rutas, sus riesgos, el clima, el mejor momento para atacarla, y todas las trampas que podrían encontrar en su intento de hollar la montaña más alta de la Tierra. Se entrenaron duramente en entornos similares y compraron el mejor equipo posible. Todo lo que estaba en sus manos estaba controlado y pensaban, optimistas, en el éxito de la expedición.
Una mañana se despidieron de sus familias y viajaron hasta Namche Bazaar, a 3.500 metros de altura, la ciudad que se considera la puerta del Everest. Allí se encontraron con el guía y con el porteador que habían contratado para que les mostrara el camino a la cumbre y les ayudara con sus pertenencias. Durante los días que permanecieron en aquel pueblo, haciendo su aclimatación de altura, el guía, sabio y experimentado, les recomendó comprar unas pastillas y un licor para el ascenso. “Lo van a necesitar”, les dijo, “porque después de cierta altura las fuerzas se gastan más rápido. Si toman una pastilla al día mantendrán las energías; y el licor, además, les servirá para sobreponerse a las crisis del clima de las distintas etapas del viaje”.
Los alpinistas, orgullosos, no le hicieron ningún caso, pues pensaban que esas cosas eran bobadas de los guías nativos, ignorantes, exagerados y supersticiosos.
Comenzó el ascenso del coloso de nieve y hielo. Alcanzaron el campo base con algunas dificultades, y desde ahí siguieron subiendo. Subieron y subieron y cada vez los alpinistas estaban más agotados. El guía tomaba su pastilla diaria y conservaba las fuerzas. Cada día que pasaba el clima era más y más extremo y los alpinistas no podían continuar. El guía tomaba cada noche su trago de licor y conservaba el temple y la seguridad en sí mismo.
Después de varias semanas, frustrados, los alpinistas decidieron abortar la expedición y regresar. El camino de descenso les resultó ancho y fácil y pronto llegaron al punto de partida. Se quedaron muy tristes porque habían fracasado. Y el guía también se quedó triste porque no había llevado a sus clientes hasta la cima porque ellos no le habían hecho caso.
El sendero del Everest es el camino de la vida, de nuestra vida. En ella, como en la montaña, nos encontraremos con verdes praderas (días fáciles en los que todo sale maravillosamente bien), con peligrosos puentes colgantes (desafíos personales y profesionales que hemos de saber afrontar pese al miedo), con profundas grietas en el hielo (la muerte de un ser querido), y con riesgos imprevisibles y sorprendentes (un revés profesional, una mala situación económica, una enfermedad…). Caminar por la vida, como subir el Everest, no es algo sencillo, y por eso, necesitamos ayuda.
Las pastillas y el licor del guía del cuento son todos esos ratos que vamos a dedicar este verano a nuestra mejora. Esos ratos de lectura, de estudio, de reflexión personal, de descanso, de atención a los que tenemos más cerca, de análisis estratégico de nuestra vida, de nuestra carrera profesional, de nuestra pareja, de nuestra familia… Estos ratos no se venden en las tiendas, ni tampoco por internet. Pero encontrarlos merece la pena. Las pastillas del cuento nos permiten hollar la cumbre, y las del verano, nos hacen mejores. No sabemos dónde terminará nuestra expedición a partir de septiembre, qué sorpresas nos deparará el camino, pero lo que tengo seguro es que con estas pastillas, termine donde termine tu peregrinar, habrás acabado mejor de lo que empezaste; y lo que es más interesante: la estela que dejes a tu paso será una marcada senda que haga más fácil el caminar a los que vengan detrás.
Aristóteles decía que igual que nos volvemos fuertes y diestros haciendo cosas que requieren fuerza y destreza, también nos volvemos buenos al practicar acciones buenas.
No empieces este verano como uno de esos tipos que va “de bajada de la montaña”, o de esos que ni siquiera se plantea la ascensión porque en casa, al fresco del aire acondicionado, se está más cómodo. Allá ellos.
Cuando los guías de montaña superan el escalón Hillary, antesala de la cima del Everest y conducen a sus clientes hasta el punto más alto del planeta, sienten, por supuesto, orgullo por haber llegado a lo más alto, pero lo que más sienten es la satisfacción de haber ayudado a alguien a llegar hasta allí. Por eso, no olvides este verano que mejorar tú es una necesidad, pero que hacer mejorar a los demás y llevarles hasta la cima es la tarea más bonita que puedes hacer en este mundo. Mantén los ojos abiertos por si crees necesario compartir tus pastillas y tu licor con otros.
¡Que tengas suerte en tu caminar! Y no olvides cada día, tomar tu pastilla y tu trago de licor.