Al final de una conferencia, hace unos meses, alguien se me acercó para contarme que hacía varios años había tenido una fuerte discusión con su hermano, y a raíz de aquello, dejaron de hablarse. El que esto me contaba, me decía que él ya le había perdonado, pero que su hermano, todavía no.
Un país entró en guerra y dos amigos fueron movilizados al ejército. En el campo de batalla fueron hechos prisioneros por el ejército enemigo, y acabaron internados en un campo de concentración durante dos años. Cuando llegó la paz, ambos fueron puestos en libertad y cada uno partió para un lugar diferente.
Al cabo de diez años se encontraron en un homenaje por la liberación del campo y uno le preguntó al otro:
– ¿Olvidaste ya a nuestros carceleros?
– En absoluto. Todos los días les recuerdo y les odio intensamente, ¿y tú?
– Yo, el mismo día que nos dieron la libertad, me olvidé de ellos. Así que yo estuve allí preso dos años, pero tú llevas doce.
A veces nos gustaría encontrar la paz interior y la calma, pero no nos liberamos de las hirientes espinas del odio, la rabia, el resentimiento, los celos, la animadversión. Perdonar “de palabra” lo hemos convertido en algo sumamente sencillo. Decimos “bueno, te perdono” demasiado gratuitamente, porque perdonamos pero no olvidamos. Y el perdón siempre ha de implicar el olvido. Si no, no es perdón.
Las emociones negativas que nos rodean e invaden (ira, miedo, odio, venganza…) son un caldo de cultivo excelente para los rencores. Si aprendemos a controlar esos pensamientos negativos y cultivamos los positivos, nos iremos liberando de esas ataduras y espinas y disfrutaremos de la enriquecedora experiencia del sosiego, la paz y la calma.
¡Pide perdón! ¡Pídelo ya! ¡De verdad! Perdonando, y olvidando.