Este fin de semana celebramos el cumpleaños de un amigo del colegio. 44 años. Estamos a punto de cruzar esa fecha en la que ya empiezas a releer libros, y a volver a ver las películas que te gustaron. Las letras de créditos de la peli todavía están lejos, pero de momento empiezas a mirar el reloj a ver cuánto tiempo llevas.
El domingo fuimos al monte con los niños. El día era horrible: frío y ventoso, así que decidimos no ascender mucho y caminar por el valle, junto a la orilla de un río. El caudal, dadas las persistentes lluvias de los últimos días bajaba muy generoso. Junto a una pradera descansamos un rato y nos fijamos en la cantidad de guijarros y piedras redondeadas que se acumulaban en el lecho y las orillas del cauce.
Nos dimos cuenta que el incesante paso del agua había ido cincelando aquellos guijarros, y seguía cincelándolos cada día, cada mes y cada año hasta transformarlos en rocas redondeadas, brillantes, suavísimas, preciosas y sin aristas.
Y me acordé del cumpleaños. Y comprendí que quizá los hombres dedicamos demasiado tiempo a pensar en nuestras aristas, en nuestras cicatrices y en nuestras imperfecciones, y no somos capaces de contemplar nuestra verdadera esencia, la de ser piedras preciosas aquilatadas por el paso del tiempo. Como decía la periodista May L. Becker “No nos hacemos mejores ni peores cuando envejecemos, sino que nos hacemos más nosotros”.
¿Por qué no piensas este fin de semana cuántas experiencias nuevas has vivido estos últimos días que te hayan ayudado a convertirte en “mejor piedra”? Si son pocas, abre los ojos para los próximos días. La vida puede dejar marcas en nosotros, sin duda, pero debemos esforzarnos por pulir nuestra belleza interior para que resplandezca en el exterior.